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sábado, 24 de abril de 2010

Domingo IV de Pascua




Ciclo C


Mis ovejas escuchan mi voz



Este domingo es el llamado del Buen Pastor, porque siempre nos ofrece el Evangelio a Cristo bajo la figura entrañable de un pastor bueno que ama y cuida de sus ovejas. Y el pueblo de Dios es considerado como un rebaño que escucha la voz de su Pastor para ir por el camino auténtico.

Es fundamental para la buena marcha del Reino de Dios que escuchemos la voz del Buen Pastor. El sabe mejor que nadie lo que cada uno necesita y lo que necesita la Iglesia. Y hoy la Iglesia necesita buenos pastores que se ocupen de las almas. Por eso en este domingo se celebra la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Ofrecemos el mensaje del Papa Benedicto XVI para este dia:



Venerados Hermanos en el Episcopado,

queridos hermanos y hermanas:



La Jornada Mundial de Oración por las vocaciones de cada año ofrece una buena oportunidad para subrayar la importancia de las vocaciones en la vida y en la misión de la Iglesia, e intensificar la oración para que aumenten en número y en calidad. Para la próxima Jornada propongo a la atención de todo el pueblo de Dios este tema, nunca más actual: «la vocación al servicio de la Iglesia comunión».



El año pasado, al comenzar un nuevo ciclo de catequesis en las Audiencias generales de los miércoles, dedicado a la relación entre Cristo y la Iglesia, señalé que la primera comunidad cristiana se constituyó, en su núcleo originario, cuando algunos pescadores de Galilea, habiendo encontrado a Jesús, se dejaron cautivar por su mirada, por su voz, y acogieron su apremiante invitación: «Seguidme, os haré pescadores de hombres» (Mc 1, 17; cf Mt 4, 19). En realidad, Dios siempre ha escogido a algunas personas para colaborar de manera más directa con Él en la realización de su plan de salvación. En el Antiguo Testamento al comienzo llamó a Abrahán para formar «un gran pueblo» (Gn 12, 2), y luego a Moisés para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto (cf Ex 3, 10). Designó después a otros personajes, especialmente los profetas, para defender y mantener viva la alianza con su pueblo. En el Nuevo Testamento, Jesús, el Mesías prometido, invitó personalmente a los Apóstoles a estar con él (cf Mc 3, 14) y compartir su misión. En la Última Cena, confiándoles el encargo de perpetuar el memorial de su muerte y resurrección hasta su glorioso retorno al final de los tiempos, dirigió por ellos al Padre esta ardiente invocación: «Les he dado a conocer quién eres, y continuaré dándote a conocer, para que el amor con que me amaste pueda estar también en ellos, y yo mismo esté con ellos» (Jn 17, 26). La misión de la Iglesia se funda por tanto en una íntima y fiel comunión con Dios.



La Constitución «Lumen gentium» del Concilio Vaticano II describe la Iglesia como «un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (n. 4), en el cual se refleja el misterio mismo de Dios. Esto comporta que en él se refleja el amor trinitario y, gracias a la obra del Espíritu Santo, todos sus miembros forman «un solo cuerpo y un solo espíritu» en Cristo. Sobre todo cuando se congrega para la Eucaristía ese pueblo, orgánicamente estructurado bajo la guía de sus Pastores, vive el misterio de la comunión con Dios y con los hermanos. La Eucaristía es el manantial de aquella unidad eclesial por la que Jesús oró en la vigilia de su pasión: «Padre… que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Esa intensa comunión favorece el florecimiento de generosas vocaciones para el servicio de la Iglesia: el corazón del creyente, lleno de amor divino, se ve empujado a dedicarse totalmente a la causa del Reino. Para promover vocaciones es por tanto importante una pastoral atenta al misterio de la Iglesia-comunión, porque quien vive en una comunidad eclesial concorde, corresponsable, atenta, aprende ciertamente con más facilidad a discernir la llamada del Señor. El cuidado de las vocaciones, exige por tanto una constante «educación» para escuchar la voz de Dios, como hizo Elí que ayudó a Samuel a captar lo que Dios le pedía y a realizarlo con prontitud (cf 1 Sam 3, 9). La escucha dócil y fiel sólo puede darse en un clima de íntima comunión con Dios. Que se realiza ante todo en la oración. Según el explícito mandato del Señor, hemos de implorar el don de la vocación en primer lugar rezando incansablemente y juntos al «dueño de la mies». La invitación está en plural: «Rogad por tanto al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). Esta invitación del Señor se corresponde plenamente con el estilo del «Padrenuestro» (Mt 9, 38), oración que Él nos enseñó y que constituye una «síntesis del todo el Evangelio», según la conocida expresión de Tertuliano (cf «De Oratione», 1, 6: CCL 1, 258). En esta perspectiva es iluminadora también otra expresión de Jesús: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celestial» (Mt 18, 19). El buen Pastor nos invita pues a rezar al Padre celestial, a rezar unidos y con insistencia, para que Él envíe vocaciones al servició de la Iglesia-comunión.



Recogiendo la experiencia pastoral de siglos pasados, el Concilio Vaticano II puso de manifiesto la importancia de educar a los futuros presbíteros en una auténtica comunión eclesial. Leemos a este propósito en «Presbyterorum ordinis»: «Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo» (n. 6). Se hace eco de la afirmación del Concilio, la Exhortación apostólica post-sinodal «Pastores dabo vobis», subrayando que el sacerdote «es servidor de la Iglesia comunión porque -unido al Obispo y en estrecha relación con el presbiterio- construye la unidad de la comunidad eclesial en la armonía de las diversas vocaciones, carismas y servicios» (n. 16). Es indispensable que en el pueblo cristiano todo ministerio y carisma esté orientado hacia la plena comunión, y el obispo y los presbíteros han de favorecerla en armonía con toda otra vocación y servicio eclesial. Incluso la vida consagrada, por ejemplo, en su «proprium» está al servicio de esta comunión, como señala la Exhortación apostólica post-sinodal «Vita consecrata» de mi venerado Predecesor Juan Pablo II: «La vida consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad» (n. 41).



En el centro de toda comunidad cristiana está la Eucaristía, fuente y culmen de la vida de la Iglesia. Quien se pone al servicio del Evangelio, si vive de la Eucaristía, avanza en el amor a Dios y al prójimo y contribuye así a construir la Iglesia como comunión. Cabe afirmar que «el amor eucarístico» motiva y fundamenta la actividad vocacional de toda la Iglesia, porque como he escrito en la Encíclica «Deus caritas est», las vocaciones al sacerdocio y a los otros ministerios y servicios florecen dentro del pueblo de Dios allí donde hay hombres en los cuales Cristo se vislumbra a través de su Palabra, en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía. Y eso porque «en la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor» (n. 17).



Nos dirigimos, finalmente, a María, que animó la primera comunidad en la que «todos perseveraban unánimes en la oración» (cf Hch 1, 14), para que ayude a la Iglesia a ser en el mundo de hoy icono de la Trinidad, signo elocuente del amor divino a todos los hombres. La Virgen, que respondió con prontitud a la llamada del Padre diciendo: «Aquí está la esclava del Señor» (Lc 1, 38), interceda para que no falten en el pueblo cristiano servidores de la alegría divina: sacerdotes que, en comunión con sus Obispos, anuncien fielmente el Evangelio y celebren los sacramentos, cuidando al pueblo de Dios, y estén dispuestos a evangelizar a toda la humanidad. Que ella consiga que también en nuestro tiempo aumente el número de las personas consagradas, que vayan contracorriente, viviendo los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, y den testimonio profético de Cristo y de su mensaje liberador de salvación. Queridos hermanos y hermanas a los que el Señor llama a vocaciones particulares en la Iglesia, quiero encomendaros de manera especial a María, para que ella que comprendió mejor que nadie el sentido de las palabras de Jesús: «Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica» (Lc 8, 21), os enseñe a escuchar a su divino Hijo. Que os ayude a decir con la vida: «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10, 7). Con estos deseos para cada uno, mi recuerdo especial en la oración y mi bendición de corazón para todos.



Vaticano, 10 febrero 2007

BENEDICTUS PP. XVI



Es muy importante, y urgente, que recemos al Señor pidiéndole que sean muchos los que escuchen las voz que les llama a una vida entregada a Dios y a los demás, y que respondan con generosidad. La Iglesia y el mundo necesita vidas consagradas al servicio del Evangelio.



Juan García Inza

sábado, 3 de abril de 2010

DOMINGO DE PASCUA, CICLO C






¡No tengáis miedo!

Amigos míos, no temáis, no lloréis como los que no tienen esperanza. Jesús no dejará a los suyos en la estacada de la muerte. Su resurrección fue la primera de todas. Él es el capitán que va delante de nosotros. Y no a la guerra y a la muerte, sino a la resurrección y la vida. No tengáis miedo. No temáis.

No sé si os habéis fijado en que ésta es la idea que más se repite en las lecturas que se hacen en las iglesias en tiempo pascual. Cuando Jesús se aparece a los suyos, lo primero que hace es tranquilizarles, curarles su angustia. Y les repite constantemente ese consejo: ¡No tengáis miedo, no temáis, soy yo! Y es que los apóstoles no terminaban de digerir aquello de que Jesús hubiera resucitado. Eran como nosotros, tan pesimistas que no podían ni siquiera concebir que aquella historia terminase bien. Cuando el Viernes Santo condujeron a Jesús a la cruz, esto sí lo entendían. Y se decían los unos a los otros: ¡Ya lo había dicho yo! ¡Esto no podía acabar bien! ¡Jesús se estaba comprometiendo demasiado! Y casi se alegraban un poco de haber acertado en sus profecías catastróficas. Pero lo de la resurrección, esto no entraba en sus cálculos. Lo lógico, pensaban, es que en este mundo las cosas terminen mal. Y, por eso, cuando Jesús se les aparecía, en lugar de estallar de alegría, seguían dominados por el miedo y se ponían a pensar que se trataba de un fantasma.

A los cristianos de hoy nos pasa lo mismo, o parecido. No hay quien nos convenza de que Dios es buena persona, de que nos ama, de que nos tiene preparada una gran felicidad interminable. Nos encanta vivir en las dudas, temer, no estar seguros. No nos cabe en la cabeza que Dios sea mejor y más fuerte que nosotros. Y seguimos viviendo en el miedo. Un miedo que sentimos a todas horas. Miedo a que la fe se vaya a venir abajo un día de estos; miedo a que Dios abandone a su Iglesia; miedo a que fin del mundo nos pille cuando menos lo esperemos. Miedo, miedo.

Lo malo del miedo es que inmoviliza a quien lo tiene. El que está poseído por el miedo está derrotado antes de que comience la batalla. Los que tienen miedo pierden la ocasión de vivir. Por eso el primer mensaje que Cristo trae en Pascua es éste que tanto gusta repetir al Papa Juan Pablo II: «No temáis, salid de las madrigueras del miedo en las que vivís encerrados, atreveos a vivir, a crecer, a amar. Si alguien os dice que Dios es el coco no le creáis. El Dios de la Biblia, el Dios que conocimos en Jesucristo, el Dios de la vida y la alegría. Y empezó por gritarnos con toda su existencia: No temáis, no tengáis miedo».

. La resurrección de Cristo, esperanza de la humanidad

Hay un texto de Bonhoeffer que nos hace pensar. Dice el teólogo alemán: «Para los hombres de hoy hay una gran preocupación: saber morir, morir bien, morir serenamente. Pero saber morir no significa vencer a la muerte. Saber morir es algo que pertenece al campo de las posibilidades humanas, mientras que la victoria sobre la muerte tiene un nombre: resurrección. Sí, no será el arte de hacer el amor, sino la resurrección de Cristo, lo que dará un nuevo viento que purifique el mundo actual. Aquí es donde se halla la respuesta al "dame un punto de apoyo y levantaré el mundo".»

Efectivamente, los hombres de todos los tiempos andan buscando cuál es el punto de apoyo para construir sus vidas, para levantar el mundo. Si hoy yo salgo a la calle y pregunto a la gente: ¿Cuál es el eje de vuestras vidas? ¿En qué se apoyan vuestras esperanzas? ¿Dónde está la clave de vuestras razones para vivir? Muchos me contestarán: «Mi vida se apoya en mis deseos de triunfar, quiero ser esto o aquello, quiero realizarme, quiero poder un día estar orgulloso de mí mismo». O tal vez otros me dirán: «Yo no creo mucho en el futuro. Creo en pasármelo lo mejor posible, en disfrutar de mi cuerpo o de mi dinero, o de mi cultura». O tal vez me dirán: «Ésos son problemas de intelectuales. Yo me limito a vivir, a soportar la vida, a pasarla lo mejor posible».

Pero allá en el fondo, en el fondo, todos los humanos tienen clavada esa pregunta: ¿Cuál es la última razón de mi vida? ¿Qué es lo que justifica mi existencia? Todos, todos, de algún modo se plantean estas cuestiones. También a vosotros me vais a permitir que hoy os pregunte: ¿Cuál es el punto de apoyo en el que reposan vuestras vidas?

Para los cristianos la respuesta es una sola: «Lo que ha cambiado nuestras vidas es la seguridad de que son eternas». Y el punto de apoyo de esa seguridad es la resurrección de Jesús. Si Él venció a la muerte, también a mí me ayudará a vencerla. ¡Ah!, si creyéramos verdaderamente en esto. ¡Cuántas cosas cambiarían en el mundo, si todos los cristianos se atrevieran a vivir a partir de la resurrección, si vivieran sabiéndose resucitados! Tendríamos entonces un mundo sin amarguras, sin derrotistas, con gente que viviría iluminada constantemente por la esperanza. Cómo trabajarían sabiendo que su trabajo colabora a la resurrección del mundo. Cómo amarían sabiendo que amar es una forma inicial de resucitar. Qué bien nos sentiríamos en el mundo, si todos supieran que el dolor es vencible y vivieran en consecuencia en la alegría.

Sí, la resurrección de Cristo y la fe de todos en la resurrección es lo que podría cambiar y vivificar el mundo contemporáneo. Y es formidable pensar y saber que cada uno de nosotros, con su esperanza, puede añadirle al mundo un trocito más de esperanza, un trocito más de resurrección.

. Testigos de la resurrección, mensajeros del gozo

Muchas veces he pensado yo que la gran pregunta que Cristo va a hacernos el día del juicio final es una que nadie se espera. «Cristianos —nos dirá—: «¿Qué habéis hecho de vuestro gozo?». Porque Jesús nos dejó su paz y su gozo como la mejor de las herencias: «Os doy mi gozo. Quiero que tengáis en vosotros mi propio gozo y que vuestro gozo sea completo», dice en el Evangelio de San Juan. «No temáis. Yo volveré a vosotros y vuestra tristeza se convertirá en gozo», dijo poco antes de su pasión. Y también: «Si me amáis, tendréis que alegraros». «Volveré a vosotros y vuestro corazón se regocijará y el gozo que entonces experimentéis nadie os lo podrá arrebatar». «Pedid y recibiréis y vuestro gozo será completo».

¿Y qué hemos hecho nosotros de ese gozo del que Jesús nos hizo depositarios? Es curioso: la mayor parte de los cristianos ni siquiera se ha enterado de él. Son muchos los creyentes que parecen más dispuestos a acompañar a Jesús en sus dolores que en sus alegrías, en su dolor que en su resurrección. Pensad por ejemplo: durante las semanas de Cuaresma se celebran actos religiosos especiales, con penitencias, con oraciones. Pero, tras la resurrección, la Iglesia ha colocado una segunda cuaresma, los días que van desde la resurrección hasta la ascensión. ¿Y quién los celebra? ¿Quién al menos los recuerda?

Impresiona pensar que en el Calvario tuvo Cristo al menos unos cuantos discípulos y mujeres que le acompañaban. Pero no había nadie cuando resucitó. Da la impresión de que la vida de Cristo hubiera concluido con la muerte, que no creyéramos en serio en la resurrección. Muchos cristianos parecen pensar —como dice Evely— que tras la cuaresma y la semana santa los cristianos ya nos hemos ganado unas buenas vacaciones espirituales. Y si nos dicen: «Cristo ha resucitado»; pensamos: qué bien. Ya descansa en los cielos. Lo hemos jubilado con una pensión por los servicios prestados. Ya no tenemos nada que hacer con Él. Necesitó que le acompañásemos en sus dolores. ¿Para qué vamos a acompañarle en sus alegrías?

Y, sin embargo, lo esencial de los cristianos es ser testigos de la resurrección. ¿Lo somos? ¿O la gente nos ve como seres tristes y aburridos? ¿O piensa que los curas somos espantapájaros pregoneros de la muerte, del pecado y del infierno únicamente? Tendríamos que recordar que los cristianos somos ante todo eso: testigos de la resurrección, mensajeros del gozo.

viernes, 2 de abril de 2010

VIERNES SANTO




NECESITO DECÍRTELO, JESUS
¿Cómo pagar todo lo que has hecho por mí?
Tu amor es tan grande,
que en la cruz es inabarcable
Tu entrega es tan dolorosa
que, saltan ríos de sangre,
por toda la humanidad sufriente y dolorida
NECESITO DECÍRTELO, JESUS
Que sobran las palabras cuando hablas con tu cuerpo
Que no hacen falta más redentores
ni queremos más profetas
Que tu amor produce vértigo y espanto:
¿Por qué lo has hecho, Señor?
¿Tanto vale el hombre?
¿Tan costosa es su redención?
¿No te das cuenta, Señor,
que somos falsa moneda?
NECESITO DECIRTELO, JESUS
Has subido a la cruz, por mí
y, por ello mismo, te doy las gracias
Has subido al madero, por nosotros,
y por los que te ignoran o te maldicen
te pido perdón y misericordia.
Por los que alzan sus ojos al tronco redentor
y cambian sus vidas
Por los que levantan sus cabezas
y piensan que no hiciste nada
Por los que elevan sus cuerpos
y creen que, con pequeños gestos,
ya hacen demasiado por el mundo
NECESITO DECIRTELO, JESUS
Nada tan radical como tu amor clavado
Nadie tan injustamente tratado como Tú
Nuestro amor es cuentagotas
al lado del derroche que resbala por ese madero
Nuestro dolor es insignificante
comparado con el gemido que desprende esa cruz
NECESITO DECIRTELO, JESUS
Que estamos en deuda contigo
Que grande es tu rescate por todos
Y que, el hombre, es desagradecido
Que como Judas, por poco o por nada,
te seguimos vendiendo
Que la negación de Pedro,
sale en muchos de nuestros labios
NECESITO DECIRTELO, JESUS
¿Cómo pagaremos todo el bien
que Tú nos has hecho?
Javier Leoz








TESTAMENTO ESPIRITUAL DE MARIA
EN EL VIACRUCIS
(Para Viernes Santo o Sábado)
Javier Leoz

Fuí testigo de la pasión y muerte del mejor de los hombres que Dios ha engendrado en la tierra. De la muerte del DIOS Y HOMBRE. Como Madre sufrí desde el silencio aquel calvario donde, el amor de los amores, era injustamente ajusticiado y groseramente tratado.
No entendía tanto escarnio. No comprendía tanto improperio ni ingratitud. Sólo sé que, Dios, “escribe derecho en renglones torcidos” y que, a los que permanecimos al lado de Jesús, nos toco eso: hablar poco y acompañar. ¿Acaso no es importante en la vida encontrar alguien con el que sufrir, llorar o gozar?

1. CUANDO JESUS FUE ENTREGADO
Muchos de vosotros os preguntaréis ¿dónde estaba María cuando, el Rey de Reyes, estaba siendo entregado y sentenciado a muerte?
No pude entrar y, además, tampoco me dejaron. María Magdalena, Juan y yo estábamos con el corazón muy cerca de Aquel que, en la vida, lo donó todo por los demás.
No entendía, no lo comprendía. Sólo me venía al pensamiento aquello del anciano Simeón “y a Ti, María, una espada te traspasará el alma”. Fui precipitadamente a Getsemaní. Allá, todavía en el suelo, acaricié las gotas de sudor de sangre que mi hijo había derramado.


2. CUANDO IBA CON LA CRUZ A CUESTAS
Me dijeron que no me asomase a la que, desde aquel momento, iba a ser llamada “Vía Dolorosa”. No les fue suficiente los salivazos, latigazos ni tan siquiera la corona de espinas. El ser humano, sediento de sangre, quería peso y más amargura sobre un hijo, mi hijo querido, que sólo había cometido un delito: aliviar el dolor de los demás. Para mis adentros meditaba: podrán con tu vida Hijo mío, pero que no te quiten la fe. Desde aquel momento, como Madre, me comprometí ayudar a tantos de vosotros que soportáis ingratas cruces.


3. CUANDO CAE POR PRIMERA VEZ
Todavía suena en mis oídos, el golpe de la cruz, seco y escalofriante, sobre la dura piedra de aquel sendero que unía el pretorio con el calvario.
Sólo sé que El no cometió pecado alguno pero que, con esta caída, nos enseña a ser fuertes y a levantarnos frente a toda adversidad.
Me dijeron que alguien, no sé quién, se le acercó y le susurró al oído: “en ese madero llevas los pecados del mundo” y que fue entonces cuando levantándose al momento contestó “es hora pues de redimir al hombre…vamos”….y siguió caminando, avanzando, ascendiendo a la montaña desde la que os alcanzó para todos el cielo.


4. CUANDO SE ENCUENTRA CONMIGO
Me encontré, por vez primera con Jesús, en aquella noche de Belén. Mis brazos lo sostuvieron cuando, camino de Egipto, sólo pretendía con ayuda de José ponerlo a salvo de aquel rey que intentaba aniquilarlo.
Pero, este encuentro camino de la cruz, os lo aseguro; fue distinto, tremendamente doloroso…. pero lleno de amor y de esperanza.
Lloré, como cualquier madre se compadece por la mala suerte de su hijo, quise interponerme entre los soldados y la cruz, entre las cuerdas y aquellos que pasaban indiferentes. Pero…no quise ser obstáculo para que se cumplieran los planes de Dios. Una vez más me acordé de Nazaret: “hágase”


5. CUANDO ES AYUDADO POR EL CIRINEO
Miré con admiración a un valiente muchacho. Me comentaron que fue adosado a la cruz a la fuerza. No me importó; sólo vi una mano que empujaba lo que tanto costaba arrastrar: la cruz que contenía tanta ingratitud, la cruz que iba a ser semillero de resurrección, horizonte de un nuevo futuro.
Me acerqué hasta Simón el Cirineo y le dí las gracias: tu gesto es el mismo de todos los hombres que, hoy y mañana, lejos de añadir más peso a las dificultades se preocupan de aligerarlas.


6. CUANDO LA VERONICA LIMPIA EL ROSTRO DE JESUS
Una mujer, sin miedo ni temor, rompió aquel protocolo sanguinario. Sin temer las consecuencias de aquella afrenta, se acercó a mi hijo. Me vino al pensamiento aquella Palabra de Jesús “quien me ve a mí, ve al Padre”. Su rostro desfigurado, maltratado, ensangrentado…de repente era estampado en aquel lienzo, que el gesto heroico de una joven tuvo a bien aplicar en un siervo doliente que daba la cara y el cuerpo por el mundo. En aquel detalle quise descubrir el de tantas mujeres que, con silencio y valor, se adelantan en tantas situaciones de miseria para curar, animar y acompañar.


7. CUANDO CAE POR SEGUNDA VEZ
Caía por segunda vez y, las pisadas de los romanos, las idas y venidas de muchos que vivían ajenos al acontecimiento, seguían atropellando y evidenciando una realidad: a veces se prefiere la nada de la tierra, al tesoro de Dios.
Así era: el cielo era arrastrado, arrollado, injuriado. Y, el infierno había convertido Jerusalén en su imperio: la verdad se confundía con la mentira, la justicia con un juicio injusto.
No decía nada…desde atrás una vez y otra yo repetía: perdónales, Señor. Perdónales. Sus heridas sangraban y, aquellos que se mofaban, sólo pretendían que la cruz llegará al final de una pasión cruel y desproporcionada.


8. CUANDO HABLA A LAS HIJAS DE JERUSALEN
Palabras ¡muchas palabras! Todo era un inmenso griterío. Una confusión. Hasta yo misma, estaba un poco aturdida.
¿Qué podía decir Aquel que tanto dijo e hizo mientras caminó por Judea y Samaria? Una mujeres contemplaban aquel cortejo de pasión y abocada a la muerte. Sólo escuché la respuesta de Jesús: ¡no lloréis por mí!
¡Existían tantas razones para llorar! Ví el lado bueno de la vía dolorosa: unas mujeres con corazón, unos corazones con misericordia, unos ojos que no olvidaron las lágrimas.
Todo ello, de repente, fueron corazones y ojos que empezaron a sentir clemencia y pena ya no por mi hijo, sino por los hombres y mujeres de toda la tierra.


9. CUANDO CAE POR TERCERA VEZ
Podía haber hecho alarde de lo que era: Hijo de Dios. Haber abortado sin más sufrimiento, burla ni sangre aquel inhumano espectáculo. Pero no; su condición divina era disimulada por Aquel que, hasta el final –siendo Dios- quería ser hombre, sufrir por el hombre, rescatar al hombre de los profundos abismos de la muerte.
Aquel que podía haber reinado en el cielo, por tercera vez, besó el suelo. Me preguntaba si era necesaria tanta humillación. Sus rodillas, siendo rodillas de Dios, se doblaban por aquellas otras que, siendo de hombres, permanecían erguidas y sin compasión alguna.


10. CUANDO ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS
Todo estaba tocando a su fin. En una pequeña llanura, arriba del Gólgota, desde lejos observaba al que tantas veces me miró.
En un pesebre lo vi desnudo, hace 33 años, y –ahora- de una forma cruenta y despiadada, le dejan sin lo poco que le abrigaba. ¡Dios desnudo en un pesebre! ¡Dios desnudo sobre dos maderos!
Pobre, vino al mundo, y desheredado de todo –así lo pensaba yo como Madre- se marchaba de una tierra desagradecida.
Aquel que hizo tanto por los pobres, se marcha despojado pero mirando al cielo.
No estaba sólo. Sus amigos se habían marchado…pero, junto a mí, gemían Juan y María de Magdala.


11. CUANDO FUE CLAVADO EN LA CRUZ
En las retinas de mis ojos quedaron grabadas las tres caídas. El que nació débil, como hombre en Belén, fue inmensamente fuerte camino de la cruz. Muriendo en la cruz.
Sus manos, las que tantas veces como Madre estreché, eran cosidas a la cruz. Cada golpe de martillo partían en dos el alma que yo llevaba dentro. ¿Era necesario tanto Dios mío? Pero yo callaba. El Misterio iba cumpliéndose. Mi Niño, el que arrullé en mis brazos, al que tantas veces dejé acostado en un pesebre de madera, ahora era postrado y clavado en dos leños.


12. CUANDO MUERE EN LA CRUZ
Sólo cuando me dejaron, y junto con algunos que no quisieron desertar, fuimos apresuradamente a la cruz. El cuerpo, el rostro de mi hijo, nos quedaba demasiado alto.
7 palabras escasas, pero pronunciadas con misericordia, vértigo y paz…salieron de sus labios. El que, siendo niño tantas veces lloró; el que por la muerte de su amigo Lázaro derramó lágrimas de desolación….estando clavado no siente el dolor de los clavos.
Estaba empeñado en hacer el bien y, hasta la muerte, la quería llevar bien: en soledad. Sabiendo que el trigo, para que germine, ha de aguardar, ser paciente y esperar el día de la cosecha. ¿Os digo algo? Mirando al madero comencé a comprender que aquello no podía acabar así. Que Dios, después de aquel derroche de amor y de locura, tenía que imponerse a la muerte y darnos torrentes de vida. Me abrace a Juan…la soledad nos acompañaba…el velo se partía…la tierra se estremecía…


13. CUANDO LO ACOGI EN MIS BRAZOS
Cuántas veces me acordaba de aquel Dios que, en la noche de Navidad, decidió no quedarse colgado en el cielo: en mi ser virginal se hizo hombre, se hizo como vosotros, forjó su corazón y tomaron forma sus miembros.
Y ¿ahora? De nuevo, como Madre, me tocaba acoger el misterio de una vida de muerte. El cuerpo de un Jesús que lo necesitábamos en la tierra. Como Madre era lo que más deseaba: protegerlo y fundirlo en mi pecho.
La cruz quedaba desnuda, sin el tesoro más preciado que era mi Hijo. En aquel Cristo, ahora humillado, derrotado, muerto, sin manos para hacer milagros y sin labios para hablar del amor….os acogía a todos vosotros. No estáis solos, os lo dice vuestra Madre. Cuando llegue el momento del morir, os sostendré como a El en mis brazos.


14. CUANDO FUE SEPULTADO
Caía la tarde. Y entre prisas, sin apenas tiempo para la mirra y el áloe, perfumamos al que tantas veces embalsamó con la fe, la esperanza y la caridad a todo el que se le acercaba.
Era la hora del sepulcro nuevo. El momento de la espera. Se deslizaba una piedra. Desaparecía de mis ojos el que alguna vez, por las cosas de Dios, se perdió. Para unos todo se había cumplido, la farsa había terminado. ¿Dónde están los apóstoles de tu Reino, Jesús? Pero El ya no podía hablar. Sólo quedaba aguardar. Dios había sembrado buena semilla. En cuántos momentos venía a mi memoria lo que tantas veces escuché de El y de los amigos que le acompañaban: “al tercer día, resucitaré”.


15. CUANDO JESUS RESUCITA
En la cruz, para todos vosotros, me dejó como Madre. No lo olvidéis nunca: Madre Dolorosa y Madre de la Vida. Desde entonces, con el curso de los siglos, he ido acompañando –y lo haré hasta que Dios quiera y me necesite- a todos los que buscáis y esperáis en Jesús.
No os esforcéis demasiado en indagar por los caminos de la muerte: El está en la vida aunque, os acompañe, en momentos de muerte. El ya lo hizo todo. Lo dio todo. Adentraros por los caminos de la vida. Mi Hijo no se quedó para siempre detrás de una fría losa. ¡Resucitó! ¡Sólo sé que resucitó! Que lo reconocí, como los de Emaús, al partir el pan. Que sus apariciones fueron refrescantes, consoladoras, pascuales.
¡Sólo sé que su cuerpo glorificado me supo a gloria! Que, de nuevo, surgía la esperanza. Que, como flores de primavera, radiantes y eufóricos aparecían por todas las esquinas aquellos que –en la noche oscura- le abandonaron. No hubo reproches. No existieron recelos. Cada uno era como era y, Jesús, los conocía desde los pies hasta la cabeza. Tan sólo les pidió una cosa: que marcharan por el mundo anunciando aquella noticia.
Gracias, Hijo mío, en la cruz, por tu muerte y resurrección, adquiriste para Dios y para Ti un pueblo santo. Un pueblo que está llamado a la gloria. Amén.