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sábado, 26 de septiembre de 2009

Domingo XXVI B. Buscar lo bueno que todos tenemos

Nos habla la Palabra de Dios de este domingo que siempre hay algo bueno en todas partes y en todas las personas. Es cuestión de descubrirlo. Nunca podemos despreciar a nadie por que "no es de los míos". Somos todos de Dios, y Dios actúa allí donde menos esperamos.
Ofrezco un testimonio de la vida de una religiosa que nadie daba nada por ella, por la vida que llevaba en el mundo. Pero de ella salió lo que Dios había sembrado. Y la Iglesia la acogió con los brazos abiertos.

ERA AMIGA DE PROSTITUTAS Y TUVO UN HIJO

De traficante de drogas, cocainómana, presidiaria y madre, a monja contemplativa

Estuvo en la cárcel tres años por llevar un paquete con droga; era amiga de prostitutas y borrachos; habitual de las discotecas y del acid-house; fumaba porros y tenía una vida sexual activa y promiscua. Se quedó embarazada a los 17. Dios le demostró que para Él nada es imposible y la llevó por un camino «inescrutable».

«Vivía en la calle Preciados y frecuentaba la noche. Me encantaba estar en ese ambiente de los que fumaban porros, las prostitutas, los borrachos, serenos; iba por los bares de la calle Montera y de Fuencarral, donde estaban los gays y lesbianas; tenía una vida sexual muy activa y me quedé embarazada a los 17», comenta Elsa, originaria de La Rioja.

«Iba a la iglesia del Carmen a llorar esta doble vida porque dentro sentía como una agonía», asegura. Querer sacar a su hijo adelante fue lo que la impulsó a aceptar llevar un paquete con droga a Canarias, por lo que le ofrecían una gran cantidad de dinero. La Policía la detuvo y estuvo tres años presa en la antigua cárcel de Yeserías. «Fue una experiencia maravillosa. Se sufre mucho en la cárcel, pero en el sufrimiento he llegado al entendimiento», indica con sabiduría. Cuando le dieron la ficha de salida la rompió y dejó la prisión a los dos meses. «No quería salir por lo mal que me había tratado mi familia en las visitas», confiesa.
Un encuentro carismático
Una vez fuera de la cárcel participó de un encuentro de la Confraternidad Carcelaria de España al que iba a asistir monseñor Milingo, aunque finalmente fue presidido por el entonces obispo auxiliar de Madrid, Javier Martínez. «El primer día, varios presos salieron a dar testimonio y sentí una fuerza que me impulsó a ir frente al micrófono», señala. Allí, la directora de Confraternidad Carcelaria, Carmen Rubio, le invitó a la adoración nocturna de los viernes en la calle Fomento, 13, donde empezó a ir. Jesús había puesto su semilla, pero el ambiente del piso de acogida donde residía entonces no la ayudó a desarrollar su espiritualidad. «Comencé a consumir cocaína y cada vez aumentaba las dosis. Me salvó la llamada de mi hijo que estaba en La Rioja. Me dijo que vendría a Madrid y entonces automáticamente dejé de consumir», explica.

Un mes después del encuentro participó en la Asamblea Nacional de la Renovación Carismática Católica. Un preso le pidió que lo acompañara a la «intercesión». Ella no sabía de qué se trataba, pero vio que los demás extendían sus manos mientras oraban por él. Entonces ella también quiso que oraran por ella. «El Señor me dice que vas a ser luz para mucha gente, pero espera a la persona que te va a liberar», le señalaron. Llegó la hora de la adoración y sintió un gran desasosiego. Apareció Carmen Rubio, quien «me agarró fuertemente del brazo y me dijo que el Señor me pregunta que cuánto llevas sin confesarte . Intenté que me dejara en paz, pero ella seguía agarrándome fuertemente». Elsa vio su vida pasar como un flash por su mente. Hacía ocho años que no se confesaba. En ese instante divisó a un sacerdote y no lo dudó.

Después fue ante el Santísimo: «Sentí una fuerza tremenda, como un fuego; me desplomé con una congoja llena de alegría que no he vuelto a experimentar. Vi lo que yo era, me encontré con el Señor, empezaron a cantar Cristo rompe las cadenas », prosigue.

Borrachera mental
En la eucaristía hubo varias curaciones. «Yo creí que estaban todos comprados -dice en referencia a los que levantaban la mano para decir que habían sido sanados- y de repente el padre Robert de Grandis afirmó con fuerza: El Señor me dice que quienes sientan como una borrachera mental estarán empezando a amar la eucaristía , y una fuerza me hizo levantar el brazo», continúa.

«Ya no era la misma, el Señor me había transformado».«Entonces me di cuenta de que mi vocación y el Señor habían estado siempre. Pero pensaba que no podía ser monja por mi hijo. Sin embargo, a cada monasterio que entraba por curiosidad me decían que había una madre monja, y en el de Cañas de La Rioja me señalaron que existía una abuela que tenía siete nietos. Además los libros de espiritualidad que me encontraba era de santas que habían sido madres», añade. El hijo de Elsa, ya con 18 años, ingresó en el Ejército, y entonces se sintió libre de responsabilidades para entrar al convento.

Ahora es una monja dicharachera que vive haciendo reír a los demás. «A mis compañeras del convento las pincho para que tengan de qué confesarse», narra divertida. Es parte de su carácter. «Cuando era niña me comía las hostias que había en las ofrendas para obligarle al cura a abrir el sagrario, porque me decían que ahí estaba Cristo», ríe a carcajadas. Ahora ya es feliz.

Nadie daba nada por ella, pero Dios sí. Hay que ser tolerantes y acogedores.

sábado, 19 de septiembre de 2009

DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO


NOS PUEDE SERVIR PARA COMPRENDER EL EVANGELIO, ESTE CASO QUE LEÍ EN INTERNET

Es un hecho real, por supuesto. Sucedió hace algunos años en unas misiones del Africa. Dejemos a la misionera que nos lo cuente personalmente.

«Una noche yo había trabajado mucho ayudando a una madre en su parto. Pero, a pesar de todo lo que hicimos, murió la madre dejándonos un bebé prematuro y una hija de dos años. Nos iba a resultar difícil mantener el bebé con vida porque no teníamos incubadora –¡no había electricidad para hacerla funcionar!–, ni facilidades especiales para alimentarlo. Aunque vivíamos en el Ecuador africano, las noches frecuentemente eran frías y con vientos traicioneros.

Una estudiante de partera fue a buscar una cuna que teníamos para tales bebés, y la manta de lana con la que lo arroparíamos. Otra fue a llenar la bolsa de agua caliente. Volvió enseguida diciéndome irritada que, al llenar la bolsa, había reventado. La goma se deteriora fácilmente en el clima tropical. –"¡Era la última bolsa que nos quedaba! –exclamó–; y no hay farmacias en los senderos del bosque".
–"Muy bien –dije–; pongan al bebé lo más cerca posible del fuego y duerman entre él y el viento para protegerlo. Su trabajo es mantener al bebé abrigado".

Al mediodía siguiente, como hago muchas veces, fui a orar con los niños del orfanato que se querían reunir conmigo. Les sugerí a los niños varias intenciones para su oración y les hablé del bebé prematuro. Les conté el problema que teníamos para mantenerlo abrigado, pues se había roto la bolsa de agua caliente y el bebé se podía morir fácilmente si cogía frío. También les dije que su hermanita de dos años estaba llorando porque su mamá había muerto. Durante el tiempo de oración, Ruth, una niña de 10 años, oró con la acostumbrada seguridad consciente de los niños africanos: –"Por favor, Dios –oró– mándanos una bolsa de agua caliente. Mañana no servirá porque el bebé ya estará muerto. Por eso, Dios, mándala esta tarde". Mientras yo contenía el aliento por la audacia de su oración, la niña agregó: –"Y mientras te encargas de ello, ¿podrías mandar una muñeca para la pequeña, y así pueda ver que tú la amas realmente?"

Con frecuencia las oraciones de los chicos me ponen en evidencia. ¿Podría decir honestamente "Amén" a esa oración? No creía que Dios pudiese hacerlo. Sí, claro, sé que Él puede hacer cualquier cosa. Pero hay límites, ¿no? Y yo tenía algunos grandes "peros". La única forma en la que Dios podía responder a esta oración en particular, era enviándome un paquete de mi tierra natal. Había ya estado en Africa casi cuatro años y nunca jamás recibí un paquete de mi casa. De todas maneras, si alguien llegara a mandar alguno, ¿quién iba a poner una bolsa de agua caliente?

A media tarde, cuando estaba enseñando en la escuela de enfermeras, me avisaron que había llegado un auto a la puerta de mi casa. Cuando llegué, el auto ya se había ido, pero en la puerta había un enorme paquete de once kilos. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Por supuesto, no iba a abrir el paquete yo sola. Así que invité a los chicos del orfanato a que juntos lo abriéramos. La emoción iba en aumento. Treinta o cuarenta pares de ojos estaban enfocados en la gran caja. Había vendas para los pacientes del leprosario. Luego saqué una caja con pasas de uvas variadas. Eso serviría para hacer una buena horneada de panecitos el fin de semana. Volví a meter la mano y sentí... ¿sería posible? La agarré y la saqué... ¡Sí, era una bolsa de agua caliente nueva!

Lloré... Yo no le había pedido a Dios que mandase una bolsa de agua caliente, ni siquiera creía que Él podía hacerlo. Ruth estaba sentada en la primera fila, y se abalanzó gritando: –"¡Si Dios mandó la bolsa, también tuvo que mandar la muñeca!". Escarbé el fondo de la caja y saqué una hermosa muñequita. A Ruth le brillaban los ojos. Ella nunca había dudado. Me miró y dijo: –"¿Puedo ir contigo a entregarle la muñeca a la niñita para que sepa que Dios la ama en verdad?”

Ese paquete había estado en camino por cinco meses. La había preparado mi antigua profesora de religión, quien había escuchado y obedecido la voz de Dios mucho antes de que sucedieran las cosas, y fue Él quien la impulsó a mandarme la bolsa de agua caliente, a pesar de estar yo en el Ecuador africano. Y una de las niñas había puesto una muñequita para alguna niñita africana cinco meses antes, en respuesta a la oración llena de fe de una niña de diez años que la había pedido para esa misma tarde».

¿Ves qué grande y qué hermosa es la fe y la sencillez de los niños? Nosotros, los adultos, ¿tenemos una fe igual que la de ellos? Por eso, nuestro Señor nos dijo en el Evangelio que “si no nos hacemos como niños, no entraremos en el Reino de los cielos”. Y también: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al Padre que me ha enviado”. ¡Ojalá que nosotros no nos avergoncemos de ser un poco como ellos!