COMENTARIO DE BENEDICTO XVI A LAS LECTURAS DE ESTE DOMINGO
“Queridos hermanos y hermanas. En el libro de los Hechos de los Apóstoles se señala que, después de una primera violenta persecución, la comunidad cristiana de Jerusalén, excepto los apóstoles, se dispersa en las regiones circundantes y Felipe, uno de los diáconos, llega a una ciudad de la Samaria. Allí predicó a Cristo resucitado y su anunció fue acompañado de muchas curaciones, de modo que la conclusión del episodio es muy significativa: “Y fue grande la alegría de aquella ciudad” (Hech.-8,8).
Siempre nos impacta esta expresión, que en su esencialidad nos comunica el sentido de la esperanza; como si dijera: ¡es posible! Es posible que la humanidad conozca la verdadera alegría, porque allí donde llega el Evangelio florece la vida; como un terreno árido que irrigado por la lluvia, de inmediato reverdece.
Felipe y los demás discípulos, con la fuerza del Espíritu Santo, hicieron en los pueblos de Palestina aquello que había hecho Jesús: predicaron la Buena Noticia y obraron signos prodigiosos. Era el Señor que actuaba por medio de ellos.
Así como Jesús anunciaba la venida del Reino, los discípulos anunciaron a Jesús resucitado profesando que Él es el Cristo, el Hijo de Dios, bautizando en su nombre y extirpando toda enfermedad del cuerpo y del espíritu.
Y fue grande la alegría de aquella ciudad”. Leyendo este versículo, es espontáneo pensar en la fuerza sanadora del Evangelio, que en el curso de los siglos ha “irrigado”, como un río benéfico a tantas poblaciones.
Algunos Santos y Santas han llevado esperanza y paz a enteras ciudades -pensamos en San Carlos Borromeo, en Milán, en el tiempo de la peste; en la beata Madre Teresa en Calcuta; y en tantos misioneros, cuyo nombre es conocido por Dios, que han dado la vida por llevar el anuncio de Cristo y hacer florecer entre los hombres la alegría profunda.
Mientras los potentes de este mundo buscaban conquistar nuevos territorios por intereses políticos y económicos, los mensajeros de Cristo iban por todas partes con el objetivo de llevar a Cristo a los hombres y a los hombres a Cristo, sabiendo que sólo Él podía dar la verdadera libertad y la vida eterna.
También hoy la vocación de la Iglesia es la evangelización: ya sea hacia las poblaciones que no han sido todavía “irrigadas” por el agua viva del Evangelio; ya sea hacia aquellas que a pesar de tener antiguas raíces cristianas, tienen necesidad de una nueva linfa para llevar nuevos frutos, y redescubrir la belleza y la alegría de la fe.
Queridos amigos, el beato Juan Pablo II ha sido un gran misionero, como lo documenta también una exposición que se realiza en este período en Roma. Él ha relanzado la misión ad gentes y, al mismo tiempo, ha promovido la nueva evangelización. Confiemos ambas a la intercesión de María Santísima.
Que la Madre de Cristo acompañe siempre y dondequiera el anuncio del Evangelio para que se multipliquen y se amplíen en el mundo los espacios en los que los hombres reencuentre la alegría de vivir como hijos de Dios.”
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