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domingo, 21 de marzo de 2010


CRISTO MISERICORDIOSO



El Evangelio de este domingo nos sigue mostrando la profundidad de la misericordia divina. Cristo vino a buscar lo que estaba perdido, al enfermo, al que ha caído bajo el peso del pecado, al que está muerto. Se opone seriamente al pecado, que le costó a El la Pasión y la Muerte. Pero busca al pecador para lograr su recuperación. El domingo pasado nos ponía un ejemplo con la parábola del hijo pródigo. Este domingo es una realidad: una mujer ha sido sorprendida en el pecado de adulterio, y debe morir apedreada como mandaba la ley. ¡Horrible castigo morir apedreado! Esto nos trae al recuerdo a San José, hombre bueno, esposo virginal de la Virgen María, quien al notar que ella estaba embarazada, sin saber que el bebé en su vientre era el Hijo de Dios, engendrado por el Espíritu Santo, pensó “dejarla en secreto para no ponerla en evidencia”.

A la mujer adúltera la llevaron arrastrada hasta donde se encontraba Jesús, con la intención, nos dice el Evangelio (Jn. 8, 1-11) de “ponerle (a Jesús) una trampa y poder acusarlo”: si ordenaba apedrearla, ¿dónde quedaban el perdón y la misericordia?, y si no accedía al castigo mortal, ¿dónde quedaba el cumplimiento de la Ley que lo estipulaba?

Pero Jesús, con su Sabiduría infinita por ser Dios, no hace ni una cosa, ni la otra, sino todo lo contrario. Nos cuenta el relato de San Juan que sin levantar la mirada para ver a la mujer culpable, ni tampoco a sus acusadores, comienza a escribir sobre el polvo del suelo. Como creen que Jesús no les está haciendo caso, vuelven a insistir. Entonces el Señor se incorpora y les responde: “Aquél de vosotros que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Luego se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo. Poco a poco, uno tras otro comenzaron a escabullirse.

No sabemos lo que Jesús escribió en la arena. Es la única vez en el Evangelio que se nos dice que el Señor escribió algo. ¿Qué escribió? No sería nada de extrañar que pusiera junto a la pobre mujer acusada y sentenciada la palabra AMOR.

Y dijo: “El que esté libre de pecado puede lanzar piedras”. ¿Y quién es el único libre de pecado? Solamente El, el Inocente que cargó con todos los pecados. Y El no pronuncia sentencia, no condena a la mujer.

Se quedan solos la pecadora y Jesús. Ella no se excusa, se sabe culpable, está de pie frente a El. Jesús vuelve a levantarse y le pregunta: “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado? ... Tampoco yo te condeno. El, que sí hubiera podido tirar la primera piedra, no la condena, la perdona.

Pero agrega algo muy importante: “Vete y no vuelvas a pecar”. Jesús no la apoya en su pecado. Muy por el contrario: le ordena que no peque más.

En este pasaje evangélico hay muchas enseñanzas. Dios conoce todos nuestros pecados, hasta nuestros los más escondidos. Y sólo espera que estemos a sus pies para perdonarnos y pedirnos que no volvamos a pecar. No debemos temer, por más grave que pueda ser nuestro pecado, por más fea que pueda ser nuestra falta. Dios lo único que desea es la aceptación de nuestra culpa y nuestro arrepentimiento. La mujer adúltera no le dijo nada a Jesús, pero su silencio fue la aceptación de su falta; su mejor actitud es que no buscó excusarse. ¿Cuántas veces nos buscamos atenuantes y damos excusas para nuestras faltas, en vez de reconocernos culpables?

Nadie tiene derecho a condenar a nadie. Nadie puede tirar la primera piedra. Todos somos culpables de algo. Reconocer nuestras culpas nos ayuda a no estar pendientes de las de los demás. No acusar es ya el camino hacia la compasión y el perdón de los demás. Dios perdona, pero espera que nos acerquemos arrepentidos a la Confesión para absolvernos.

Reconocimiento de nuestros pecados, sin excusas, arrepentimiento, confesión e intención de no volver a pecar es lo único que Dios nos pide. Y todo ello se vive en el sacramento de la Penitencia.

Juan García Inza

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