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domingo, 8 de agosto de 2010

DOMINGO 19 DEL TIEMPO ORDINARIO


Las lámparas encendidas



En plena temporada de verano, cuando casi todo el mundo disfruta de unas merecidas vacaciones olvidándose de las preocupaciones habituales, el Señor nos habla de la necesidad de tener encendida la lámpara de la fe. Es una llamada de atención para que no olvidemos que Dios sigue siendo el mismo en verano como invierno, y que nuestra alma tiene ahora las mismas necesidades de siempre. Es frecuente encontrar a cristianos que, practicando ordinariamente la fe, se olvidan de alimentar esa llama porque ahora les preocupan otras cosas. Están en otro ambiente. Muy distraídos y entregados por completo al ocio y a la evasión, y no entienden que no está reñida una cosa con la otra. Necesitamos en todo momento estar en paz, si realmente queremos descansar. Recordamos con este motivo aquellas conocidas palabras de San Agustín: Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no llegue a Ti. Es posible que el origen de todas las inquietudes desordenadas esté en el vacío interior que padecemos cuando no damos entrada a Dios en nuestras vidas.

Dios puede llamar en cualquier momento. No hablamos solo de la llamada definitiva, que también, sino de esas continuas llamadas para encomendarnos alguna tarea, o para que prestemos atención a nuestras puntuales necesidades. Muchas personas, por desgracia, encuentran la muerte en las carreteras, o en los lugares de veraneo. Pensaban disfrutar de unos días estupendos, pero no contaron con lo caduca que es la vida. No somos dueños y señores del tiempo y de la vida. Siempre hay que decir, al planificar el presente y el futuro: Si Dios quiere; con la ayuda de Dios. En el Padrenuestro decimos: Hágase tu Voluntad en la tierra como en el cielo. Pero frecuentemente nos quedamos en palabras que se lleva el viento. A la hora de la verdad no nos interrogamos cual será de la Voluntad de Dios para ese momento concreto. Hacemos lo que nos conviene.
Los santos han sido hombres y mujeres como nosotros, pero ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Todo ello les supuso, y les supone hoy a los que se toman en serio la fe, un empeño por ser fieles y constantes. Nadie nace santo, o es santificado a la fuerza. Dios nos da la gracia, pero exige nuestra cooperación para que la santidad sea fruto de nuestra libertad que coopera con la gracia, por eso tiene mérito sobrenatural.

San Pablo nos dice en la segunda lectura: Hermanos, la fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de los que no se ve. Por su fe son recordados los antiguos: Abraham, Isaac y Jacob, Sara y tantos otros que buscaban una patria mejor: la del cielo, por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios. En el Salmo responsorial hemos dicho: Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor…Nosotros aguardamos al Señor.
Dice el Señor: Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre en vela. Dichoso el cristiano, el hijo de Dios, que es fiel a su vocación y procura tener encendida la lámpara de la fe para no perderse nunca el paso del Señor por su vida. La fe se prueba precisamente cuando estando en cualquier sitio, sin que nadie ni nada nos controle, vivimos libremente nuestros compromisos con Dios, con los demás y con nosotros mismos. Debemos ser como las plantas y animales que, estén donde estén, aun que sea en el último rincón de tierra, cumplen con la misión para la que fueron creadas. Como esos adornos escondidos en las grandes torres de las catedrales, o en los cimientos más profundos. Nadie las ve, pero están dando gloria a Dios con su belleza, y cumpliendo su misión. No lo olvides: Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá.

Juan García Inza

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