Actualizado 31 enero 2012
He leído con verdadero interés el libro “Mi melancólica alegría” (Editorial Siete Mares), que recoge las numerosas cartas que la madre de Nietzsche, Franziska Nietzsche, escribió al matrimonio Overbeck, y en las que abiertamente expone los sufrimientos que le costaba la atención a su hijo enfermo psíquicamente.
Se suele conocer en Nietzsche al filósofo, al pensador que ha tenido tanta influencia en el mundo intelectual contemporáneo, y ha marcado la mente de tantas generaciones. Pero es menos conocida la etapa final de su vida, sumido en una terrible depresión y locura que hizo sufrir lo indecible a su madre. Franziska era una mujer profundamente religiosa. Pasó los últimos años sirviendo a su hijo y rezando por él. Sufría enormemente por la deriva que tomó el pensamiento de Nietzsche. El no quería que leyera muchos de sus textos porque sabía que chocaba con sus principios cristianos y le haría sufrir.
Nietzsche no apreciaba mucho a su madre, más bien la despreciaba. Y menos a su hermana. Pero su madre lo siguió de cerca. Fue internado en el manicomio de Jena, y su madre lo sacó para atenderlo personalmente, aunque era mayor. Quería darle el cariño que no le había dejado él manifestarle durante su frenética vida.
Los médicos le diagnosticaron una parálisis mental progresiva. Se habló también de derrame cerebral. Pero la madre, con cariño, la calificó de desgaste mental por el esfuerzo que hizo en la elaboración de su pensamiento y sus publicaciones. Otros destacaron las consecuencias de la sífilis que parece que contrajo en un prostíbulo de joven. Todo su organismo estaba afectado por la enfermedad, que le hizo sufrir a él y a su madre.
Franziska va comentando pormenorizadamente en sus cartas los detalles de la evolución de la enfermedad de su hijo. Lo trata con mucho cariño, lo baña, le da de comer, le lee sus escritos, en especial Zaratrusta. Su hijo, aficionado a la música, toca de vez en cuando el piano, y la madre le escucha con cariño. Durante el día está completamente a su servicio, y de noche está pendiente de su sueño, que tanto le costaba conciliar.
Una vez dormido el hijo, ella escribe cartas y lee algo de los pensamientos de su querido Nietzsche, aunque no está de acuerdo con ellos. Especialmente le hizo sufrir mucho la lectura de El Anticristo. Su hijo siempre le recomendó que no la leyera, porque le dolería.
La madre, que sólo ve al hijo y no quiere ver al filósofo, sigue tratando de que no sufra y no haga sufrir a los demás. Reza mucho a Dios con la esperanza de que su hijo recupere la salud. Y así lo va contando en sus cartas. Cualquier mejora, por leve que sea, le hace acudir al Señor para darle las gracias y seguir pidiendo ayuda. Así dice en una de sus cartas a sus amigos: Ahora espero que todo vuelva a su ser con el tiempo y la ayuda de Dios. Es que con frecuencia nosotros dos hacemos nuestras pequeñas y grandes bromas, con las que él se ríe mucho y recupera su antiguo y amable carácter. Así, también sean ustedes, mis buenos señores, encomendados a la fidelidad de Dios.. (Pág. 100).
En otra de sus cartas cuenta como fue una noche de Navidad, en la que su hijo se sintió –inesperadamente- feliz: Mi hijo dijo que lo pusiéramos cerca del árbol de Navidad, sentado delante en un sillón con el rostro resplandeciente, mientras nosotras (la madre y la hermana), íbamos de allá para acá. Volvió la cabeza hacia el pianino, para ver si venían de allí los sonidos y pronunció varias veces las siguientes palabras, sin ninguna clase de excitación: “Esto es lo más bonito de toda la casa”. Naturalmente nosotras sonreímos con él por ese inesperado efecto producido en “nuestro corazón de ángel”, como ahora lo llama su hermana, y así festejamos esa noche con sincero agradecimiento a nuestro Dios Bienamado (Pág. 189).
Con el tiempo la madre terminaría enfermando, pero no pierde la paz y la confianza en Dios. Alabado sea Dios sólo por haberme permitido hasta ahora prodigar los cuidados a mi hijo… porque por lo demás me siento completamente paralizada (Pág. 231). Y esta fue su última carta.
Es de admirar que una mujer de setenta años sacara fuerzas de su fe en Dios para rodear de cariño y atenciones a su hijo, que le hacía sufrir con sus pensamientos filosóficos y sus ademanes bruscos, pero era su madre. Es interesante saber que el padre de Nietzsche era pastor protestante. Y su hijo, sin embargo, en un arranque de delirio llegó a proclamarse con toda su fuerza el sucesor del Dios que ha muerto.
La madre, como una nueva Mónica, pedía por la conversión de su hijo. No parece que lo consiguió, aunque su locura pudo ser un fuerte atenuante de sus desafíos contra Dios. ¡Quién sabe! Tal vez no se perdió para siempre un hijo que costó tantas oraciones y lágrimas!
Juan García Inza
juan.garciainza@gmail.com
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