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sábado, 6 de noviembre de 2010

DOMINGO 32 DEL T.O.-CICLO C


Dios de vivos, no de muertos



El evangelio de este domingo nos habla de la vida eterna. Nuestro fin no es la muerte. Hemos sido creados para la eternidad. El hombre está compuesto de cuerpo material y alma espiritual. La muerte es la separación del cuerpo y el alma. El primero, que es material, se queda aquí en la tierra, se descompone, desaparece. Pero el alma, que es espiritual, no muere. Dios ha querido que permanezca para siempre porque somos criaturas especiales, hechos a imagen y semejanza de Dios. ¿En qué somos semejantes a Dios? No en el cuerpo, evidentemente, porque Dios no tiene cuerpo. Nuestra semejanza está en aquello que nos hace inteligentes y libres. Es decir, en nuestra alma espiritual.

Nuestra fe cristiana se fundamenta en Dios, revelado por Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Cristo como hombre tenía también cuerpo y alma. Y por ser Dios era perfecto y, por tanto, su cuerpo no podía corromperse, no tenía la huella del pecado original. De ahí la necesidad de la Resurrección, y la transformación de su cuerpo mortal en cuerpo glorioso. La Virgen María tampoco tenía pecado original, y al cumplirse su tiempo en la tierra fue subida al cielo.

Nosotros estamos llamados a la vida eterna. Cuando morimos nuestra alma entre en esa vida del espíritu que no acaba. Los que mueren en paz con Dios pasan a disfrutar de la gloria eterna. Los que tienen que purificar sus faltas antes de gozar de Dios, tienen un tiempo para ello en ese estado que llamamos Purgatorio. Los que deliberadamente no quieren saber nada con Dios, el Señor respeta su libertad al máximo, y serán privados eternamente de la visión de Dios. ¿Cómo es posible esto? Es posible porque el reino de Dios es el Reino del Amor, y el amor es libre. No se puede amar a Dios ni a nadie a la fuerza. El Señor no quiere servidores forzados. Nos ayuda con su gracia para que sigamos acertadamente su camino, pero no fuerza en absoluto nuestra libertad.

La Gloria es el estado en el que gozan los bienaventurados de la presencia de Dios. Todos estamos llamados a ella. En el Cielo, por decirlo así, hay un sitio reservado para nosotros. Pero hay que poner los medios. Y los medios ya sabemos los que son: todos aquellos que nos ha dejado Cristo para vivir en Gracia de Dios.

En el último día las almas se unirán a nuestros cuerpos recreados en estado glorioso, para que sea el hombre entero, cuerpo y alma, el que goce de Dios. La primicia de ese momento ya la vivió Cristo y la Virgen María. La santidad es precisamente gozar de la presencia de Dios aquí en la tierra y después en el cielo.

Dios es de vivos, no de muertos. Nos quiere vivos. El dijo YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA, EL QUE CREE EN MI AUNQUE HAYA MUERTO VIVIRÁ. Y nosotros creemos esta gran y consoladora verdad.





Juan García Inza

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