Actualizado 16 octubre 2011
De la Carta Pastoral del Prelado del Opus Dei sobre la Nueva Evangelización
En el aspecto humano, la formación tiende a fortalecer las virtudes y contribuye a la configuración del carácter: el Señor nos quiere muy humanos y muy divinos, con los ojos puestos en Él, que es perfecto Dios y perfecto hombre..
El edificio de la santidad se asienta sobre bases humanas: la gracia presupone la naturaleza. Por eso el Concilio Vaticano II recomienda a los fieles laicos que tengan en sumo aprecio aquellas virtudes «que se refieren a las relaciones sociales, esto es, la honradez, el espíritu de justicia, la sinceridad, los buenos sentimientos, la fortaleza de alma, sin las cuales no puede darse una auténtica vida cristiana».
Una sólida personalidad se construye en la familia, en la escuela, en el lugar de trabajo, en las relaciones de amistad, en las variadas situaciones de la existencia. Se necesita, además, aprender a conducirse con nobleza y rectitud. De este modo, se mejora el carácter como base para fortalecer la fe ante las dificultades internas o externas. No faltan hombres y mujeres que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales.
Actualmente se hace más necesario redescubrir el valor y la necesidad de las virtudes humanas, pues algunos las consideran en oposición a la libertad, a la espontaneidad, a lo que piensan equivocadamente que es "auténtico" en el hombre. Olvidan, quizá, que esas perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad facilitan actuar bien, con rectitud, y hacen que la convivencia social sea justa, pacífica, amable.
Aunque el ambiente que se respire en algunas partes dificulte captar estos valores, no por eso las virtudes humanas dejan de resultar atractivas. Ante los múltiples reclamos que no llenan el corazón, la persona humana termina por buscar algo que merezca realmente la pena. Por eso, a los cristianos se nos presenta la gran labor de mostrar, primero con el propio ejemplo, la belleza de una vida virtuosa, es decir, plenamente humana, una vida feliz.
En la actualidad se nos muestran especialmente relevantes la templanza y la fortaleza.
Templanza
Templanza es señorío. Señorío que se logra cuando se advierte que no todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria.
Esta virtud introduce orden y medida en el deseo, dominio firme y moderado de la razón sobre las pasiones. Su ejercicio no se reduce a una pura negación, que sería una caricatura de esta virtud. Tiende a que el bien deleitable y la atracción que suscita se integren armónicamente en la madurez global de la persona, en la salud del alma. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata.
La experiencia revela que la intemperancia dificulta el juicio para determinar lo verdaderamente bueno. ¡Qué pena causan aquellos en los que el placer se convierte en el criterio de sus decisiones! La persona destemplada se deja guiar por las múltiples sensaciones que el ambiente le despierta. Y, dejando de lado la verdad de las cosas y buscando la felicidad en experiencias fugaces —que, por ser pasajeras y sensibles, nunca satisfacen del todo, sino que inquietan y desestabilizan—, hacen entrar a la criatura en una espiral auto-destructiva. Por el contrario, la templanza confiere serenidad y reposo; no acalla ni niega los buenos deseos y nobles pasiones, sino que vuelve al hombre dueño de sí.
En este campo adquieren una especial responsabilidad los Supernumerarios, con su empeño en crear hogares cristianos. San Josemaría comentaba que los padres deben enseñar a sus hijos a vivir con sobriedad (...). Es difícil, pero hay que ser valiente: tened valor para educar en la austeridad. El modo más eficaz de transmitir este enfoque, sobre todo a los niños pequeños, es el ejemplo, pues sólo entenderán la belleza de la virtud cuando contemplen cómo renunciáis a un capricho por amor de ellos, o sacrificáis vuestro propio descanso por atenderles, por acompañarles, por cumplir vuestra misión de padres. Ayudadles a administrar lo que usan: les haréis un gran bien. Insisto: si cuidáis la templanza en vuestros hogares, el Señor premiará vuestra abnegación y sacrificio de madres y padres; y surgirán vocaciones de dedicación a Dios en el seno de vuestra propia casa.
Fortaleza
En ocasiones experimentamos dentro de nosotros una cierta resistencia al esfuerzo, a lo que implica trabajo, sacrificio, abnegación. La fortaleza «asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso de la muerte, y de afrontar las pruebas y las persecuciones».
Luchemos para adquirir hábitos de vencimiento en detalles pequeños: cumplir un horario, cuidar el orden material, no ceder a los caprichos, dominar enfados, acabar tareas, etc. Podremos responder así con más prontitud a las exigencias de nuestra vocación cristiana. Además, la fortaleza nos conducirá a la buena paciencia, a sufrir sin hacerlo pesar a los demás, a sobrellevar las contrariedades que se derivan de nuestras propias limitaciones y defectos, del cansancio, del carácter ajeno, de las injusticias, de la falta de medios. Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas. Cuando la contradicción arrecia, no se dobla.
Ciertamente, se requiere firmeza para emprender a diario la tarea de la propia santificación y del apostolado en medio del mundo. Surgirán quizá obstáculos, pero la persona movida por la fuerza de Dios —quoniam tu es fortitudo mea (Sal 30 [31] 5), porque Tú eres, Señor, mi fortaleza— no teme actuar, proclamar y defender su fe, también cuando esto suponga ir contracorriente. Volvamos de nuevo los ojos a los primeros cristianos: ellos encontraron numerosas dificultades, pues la doctrina de Cristo aparecía —entonces como ahora— un signo de contradicción (Lc 2, 34). El mundo de hoy necesita mujeres y hombres que ofrezcan en su conducta cotidiana el testimonio silencioso y heroico de tantos cristianos que viven el Evangelio sin componendas, cumpliendo su deber.
Tono humano
El afán por cultivar las virtudes humanas colaborará a que se respire el bonus odor Christi (cfr. 2 Cor 2, 15), el buen aroma de Cristo. En este contexto, se demuestra especialmente importante el "tono humano", el comportamiento cordial y respetuoso en las relaciones con los demás. Fomentémoslo en el seno de la familia, en el lugar de trabajo, en los momentos dedicados al entretenimiento, al deporte, al descanso, aunque no pocas veces se precise también en eso ir contracorriente. No tengamos miedo si, en ocasiones, nuestra sencilla naturalidad cristiana choca con el ambiente, porque —como nos enseñó san Josemaría— ésa es entonces la naturalidad que el Señor nos pide.
Hoy se alza imperiosa la necesidad de cuidar el tono humano y de promoverlo a nuestro alrededor. Con frecuencia, en la familia y en la sociedad se descuidan esas manifestaciones de delicadeza en la conducta, en aras de una falsa naturalidad. Existen abundantes maneras de contribuir a la formación en este terreno. Lo primero, como siempre, es el ejemplo, aunque resultará también conveniente insistir mediante conversaciones personales y charlas a grupos de personas. El respeto en el trato mutuo se manifiesta en el modo de vestir digno y honesto, en los temas de conversaciones y tertulias, en la promoción de un espíritu de servicio alegre, dentro del hogar, de la escuela, de los lugares de diversión o descanso; en la atención material de los hogares y en el cuidado de las cosas pequeñas.
Particular importancia reviste el interés por adquirir y fomentar un serio nivel cultural, adecuado a las circunstancias de cada uno, en función de los estudios realizados, del ambiente social, de los gustos y aficiones personales. Me limitaré a recordaros que aquí juegan un papel importante las lecturas y el buen aprovechamiento del tiempo dedicado al oportuno descanso.
En los Centros del Opus Dei y en las labores apostólicas alentadas por fieles de la Prelatura, se procura que los jóvenes se acostumbren a pensar en los demás, con generosidad, con afanes de servicio. Animemos positivamente a que se forjen un ideal de vida que no les encierre en límites raquíticos, cómodos o egoístas. Recordemos cómo san Josemaría impulsaba a fomentar en ellas y en ellos todas sus ambiciones nobles, sobrenaturalizándolas.
Si cultivan esas ambiciones nobles, con espíritu de superación y sacrificio, aparecerá más hacedero y sencillo el aprecio de la trascendencia y el relieve sobrenatural de esos esfuerzos; y más fácilmente se ayudará a que avancen en su vida interior y lleguen a ser instrumentos idóneos en las manos de Cristo, en servicio de la Iglesia y de la sociedad.
Muchas chicas y muchos chicos jóvenes —decía Juan Pablo II en una ocasión— «son exigentes en lo que atañe al sentido y al modelo de su vida y desean librarse de la confusión religiosa y moral. Ayudadles en esta empresa. En efecto, las nuevas generaciones están abiertas y son sensibles a los valores religiosos, aunque a veces sea de modo inconsciente. Intuyen que el relativismo religioso y moral no da la felicidad y que la libertad sin la verdad es vana e ilusoria». La criatura que se conforma con horizontes reducidos, muy difícilmente llegará a adquirir una verdadera formación humana y cristiana. No dejemos de alentar a los jóvenes para que sepan enfrentarse con los problemas de este mundo.
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Fuente: www.opusdei.es
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